martes, 27 de diciembre de 2011

El portero de la locura

Ayer murió Gonzalo Torrente Malvido.
Algunos lo recordaréis por su producción literaria, otros por ser el hijo díscolo de Torrente Ballester, con una biografía plagada de episodios oscuros de cárcel, drogas y olvido.
Pero algunos también sabemos que durante la primera mitad de 2011 regentó y sobre todo fue portero del mejor bar de Madrid.
Durante unos meses guardamos celosamente su ubicación, y aunque nos jactábamos de conocer la contraseña secreta para entrar en uno de los últimos reductos de manumisión de la capital, esperábamos a que los niveles de alcohol de nuestros acompañantes hubieran disminuido su capacidad de orientación para adentrarnos en el interior de Malasaña. Nuestro propósito no era otro que mantenerlo a salvo de hipsters y modernos trasnochados que dilapidaran el ambiente de horizontalidad, mezcla y mancomunidad allí creado. Nunca llegó a las páginas de manuales como Vice o blogs de referencia, pero porque las multas, denuncias, enfermedades y retiros voluntarios cerraron sus puertas mucho antes de lo que pensábamos.
Para entrar tenías que poner a prueba tu flexibilidad y una vez salvada la verja a medio bajar, esperar en el pequeño espacio entre la puerta y la cancela a que el hombre que fumaba impasible, sentado en una silla de cocacola, decidiera permitirte franquear la barrera.
Sin mucha prisa se levantaba de su trono de plástico y con ademanes fatigosos y malhumorados te abría la puerta, para volver de nuevo a su rincón junto a un viejo perro de nombre Verde. Tanto Verde como aquel hombre permanecían en su puesto, sin moverse demasiado y sin mostrar el mínimo interés por la fauna que entraba y salía de aquel lugar clandestino. Pero si animado por las cervezas te atrevías a acercar otra silla roja e iniciar una charla, te sorprendía una fluida conversación, una erudición templada por los años y los infortunios. Sí, aquel hombre ajado, delgado y arrugado era Gonzalo Torrente Malvido.
La fortificación que habíamos conquistado era el reducto de descanso de travestis y transexuales que trabajaban en las calles aledañas. Imponentes cuerpos calzados en altas tacones, tetas firmes y barbas incipientes a aquellas horas de la noche, aprovechaban los minutos de descanso para tomarse tranquilamente un chupito o un café y comentar las incidencias de la jornada laboral mientras se fumaban un cigarro.
En La locura no tiene cura –ese era su nombre- todo estaba permitido, todo menos los gritos y las discusiones. “Ese no es el espíritu de la locura”, escuché una vez sentenciar a Domingo a un grupo un tanto exaltado. Domingo era el otro director de la representación. Con igual o mayor edad que Gonzalo se pavoneaba por el local con sus maneras alocadas y con su sempiterno gorro de la lana. Aunque normalmente se colocaba detrás de la barra intercalando lo que el llamaba procesos creativos…. “¡Estoy creando!”, te gritaba si tratabas llamar su atención cuando estaba de espaldas sobre el mostrador del fondo. Cuando esto sucedía todos esperábamos impacientes, una nueva e insólita tapa estaba en proceso. Si su humor era bueno incluso sacaba de cuchillo jamonero y preparaba unas raciones de serrano. El culmen creativo del que yo tengo conocimiento fue en el cumpleaños de Josesiño,para tan grata ocasión le preparó un bocadillo de claveles y churros…Dice la leyenda que el homenajeado se lo terminó sin dejar una miga.
Podías encontrarte entonces a las cinco de la mañana rodeada de gente insólita, las veces inquietante, en un ambiente cordial, donde hablabas con meretrices, rancios bohemios, fulleros y malditos, de tú a tú. Mientras unos se arremolinaban en el baño haciendo turnos para sabe dios qué, otros arreglaban el mundo entre chupito y cerveza, algunos pintaban y garateaban los lienzos en blanco que había en la pared para tal propósito, otro amigo ponía música desde su ipod y lo mismo podías encontrarte a un griego aporreando la mandolina mientras un gitano se desgañitaba por bulerías. Yo observaba mientras me comía una manzana de la fuente de fruta que Gloria había dejado en la mesa.
En muchas ocasiones las reservas de cerveza se agotaban, podían permanecer abiertos días enteros, y si la confianza ya era suficiente te mandaban a buscar chinos para reponer las mahous, incluso te tocaba pasear a Verde que desde su esquina escupía su tos perruna por todo el humo que había en el local.
Gloria era mi favorita, incluso puedo decir que establecimos una relación especial; en una ocasión apareció con docenas de churros y porras que fue repartiendo entre todos los que allí estábamos, mientras contoneaba sus estrechas caderas búlgaras. Compartíamos algún secreto de belleza, ella era experta en disimular sus rasgos masculinos, desamores y problemas. Temía no poder volver tampoco ese año a su país, la clientela disminuía sin parar. En una ocasión la vi de lejos en Montera, no sé si me vio, giró la cabeza…
A la locura había que llegar sin expectativas, sin ideas preconcebidas y sobre todo sin prejuicios. He de admitir que en alguna ocasión ni nuestra curiosidad fue suficiente para permanecer en aquel lugar y un tanto asustados dimos media vuelta. En las últimas ocasiones incluso el olor era demencial y un nauseabundo líquido inundaba el suelo de los retretes. Era el preludio del fin.
Por entonces ya no estaba Gonzalo por allí. Cuando le pregunté a Domingo me dijo que se había ido a la casa familiar de Ferrol a terminar su novela “¡qué se dedique a escribir y se deje de tanta noche!”. Ahora entiendo que su gesto contraído era un presagio de lo que sucedió ayer. La locura no tiene cura, la muerte tampoco.

Gonzalo, descansa en paz.

1 comentario:

anitaselenita dijo...

Nena!!!Me ha encantado!!!Lo qno me gusta es qm lo he perdido!!!

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